miércoles, 17 de julio de 2013

El cerdito se quedó solito

   

     Estaba en medio de un cuarto azul. Azul era el techo, el suelo y las paredes, y yo estaba en medio. Estaba de pie y miraba mi mano izquierda que sostenía con mi mano derecha. Nada malo le pasaba a mi muy querida mano izquierda, pero algo en ella parecía no gustarme. Yo no era yo, no era más que un espectador de lo que estaba a punto de pasar. Yo, de hecho, no quería que pasara.
     Tenía la mano izquierda abierta y estiraba los dedos y los movía viéndolos muy atento. La verdad es que yo no los movía, pero eso parecía. Dejé de sostenerme la mano izquierda y llevé la derecha a la mesita de madera que tenía frente a mí. Tomé las tijeras que eran todo metal y sin dudarlo si quiera por un segundo me corté el meñique. Luego el anular, el medio y el índice. Sólo me quedaba una palma y un pulgar. Los dedos cayeron al piso y la sangre brotaba como fuente. Podía ver mis huesos y mucha carne viva que parecía preguntarme por medio de la sangre que me hacía creer que nunca se detendría, qué estaba haciendo.
     Y yo me preguntaba ¿Qué estoy haciendo? Hacía el gesto de convertir la mano en puño, pero entonces me di cuenta de que el puño lo hacen los dedos y lo único que obtuve fue más sangre que ahora salía disparada por la presión. «El cerdito se quedó solito», pensé al ver mi solitario pulgar. Mi mano derecha volvía a prepararse y tensaba los dedos para afirmar las tijeras y entonces se colocó en mi pulgar y también lo cortó. La sangre brotaba como si por dentro de mi cuerpo me guardara un río rojo. Era hasta cómico porque nada me dolía. Me puse la mano muy cerca del rostro y me miraba chorrear, desangrarme en medio del cuarto todo azul. Giraba la muñeca para ver bien mi mano sin dedos por todos los ángulos y se me hacía que la diversión pudiera haber llegado muy lejos.
     Desperté.