viernes, 9 de agosto de 2013

La visita del Domingo

Correcciones múltiples (Aunque seguro me dejé muchas otras que no vi.)

     Garret salió de su casa pensando en las veces que uno tiene más suerte de la que merece. Cerraba la reja con las manos heladas, temblándoles de frío. Había llovido toda la tarde y a las 8 de la noche ya sólo caían unas gotas alargadas que causaban cosquillas a la cara. La cerradura parecía haber sufrido un cambio por el clima; cerrar estaba siendo extrañamente complicado, pero cuando por fin lo hizo, se volteó justo a tiempo para ver pasar un auto blanco. El pasajero (no el conductor) observó la casa admirado. Los rasgos de aquella persona se le hicieron familiares. La casa tenía un impacto visual muy poderoso. Parecía un pequeño castillo. Las paredes que daban a la calle tenían una textura rocosa y la reja gris galvanizada estaba formada de barras horizontales, que bien podrían usarse de escaleras. A la hora en que los padres van o vienen con sus hijos de la escuela, pocos pierden la oportunidad de intentar tragarse la casa con la mirada en el corto tiempo que les toma conducir frente a ella. El sujeto que había visto se parecía mucho a su mejor amigo. Cruzaron una mirada tan rápida que la duda de si era él o no nació de inmediato.

     Caminó al supermercado que tenía a una calle, debatiéndose en su cabeza una muy sencilla pregunta: ¿Era o no era? La película de su recuerdo se repetía en un loop intranquilo que le molestaba tanto como una astilla en el cerebro. Veía el cabello rubio del pasajero. Tez blanca. Labios juntos y cejas levantadas. Lo vio menos de un segundo y aún así lograba hallar parecido. Estaba lo suficiente oscuro y frío para llegar a una conclusión.
     La ciudad donde vivía Garret era tan pequeña que cuando en otras partes del país las transmisiones de televisión análoga morían para ceder el paso a las digitales, se habían declarado cinco años más, como mínimo, para poderlo disfrutar él mismo en su propia casa. Esas cosas primero llegan a los lugares más poblados; Monterrey, Guadalajara, Distrito Federal. Aún con las pocas tiendas y los pocos museos, Garret Bouchard y Richard Mckeown no se habían encontrado en quince años ni por casualidad. Ni en restaurantes o filas en el banco. Nada.
     Richie había sido su amigo más cercano, al que le confiaba cualquier cosa. En el pasado Garret tenía fuertes problemas de confianza. De la que se necesita para pedir un simple bolígrafo en la escuela hasta un concejo marital.  «Flan. Cinco pesos por 200 gr. Están dos botecitos pegados, ¿serán 200 gr por botecito? -Sí era Richie- ¡Ah! Cada flan es de 100».
     Camino a casa se le congelaban las manos que ya no podía calentarse por llevar las bolsas del mandado. Se imaginaba llegando a la cocina, agarrando una pequeña cuchara y sentándose a ver televisión con su esposa para comer rico flan acaramelado mientras buscaban qué mirar en Netflix, apartando toda idea relacionada con Richard. ¿Quién conducía?, ¿Se habrá casado?, no importa, se decía Garret. «No era Richie».
     A la hora de dormir, con la mano bajo la almohada, miraba al azulado espacio negruzco y vacío a un lado de su cama formar figuras a la distancia. Danzaban. Se retorcían. «Sí, Richard pasó frente a mi casa». Y aclarada su mente, comenzó a quedarse dormido y aquellas figuras dejaron de bailar.
     Garret soñó que Richard venía a su casa y le contaba las novedades. Que le presentaba a su esposa Verónica y él le presentaba a una tal Julie. Habían traído un pastel blanco con flores de merengue y unas cuantas cerezas que cortaron en la sala, y cuando la esposa de Richard, la tal Julie, le ofreció una generosa rebanada en un plato desechable, Garret se negó alegando que acababa de comer demasiado flan.
     ¡Garret, ¡Garret!
     Garret se despertó entre bamboleos y tirones a su brazo. Al abrir los ojos vio a Verónica muerta de miedo. Se oyen ruidos por la cocina, dijo en un susurro mal logrado. Se levantó y abrió el cajón que sostenía la lámpara, y, sin prenderla, buscó palpando con los dedos algo frió al tacto. Sacó una pistola con la empuñadura de madera, una Kurz 9mm con balas ya cargadas. La habitación no tenía televisión, radio, estéreo o teléfono. Sólo un despertador digital de leds verdes sobre un buró al otro lado de la cama. Sujetó el arma con firmeza y abrió la puerta del cuarto.
     —Cierra la puerta y no la abras por nada hasta que yo te lo diga.
     Aquí va mi suerte, pensó Garret. Caminaba a ciegas con una mano recorriendo la pared. Sus ojos iban lentamente adaptándose a la oscuridad. Lejos, sabiendo que derecho pero sin estar seguro dónde, oyó crujidos y golpeteos metálicos que venían de la cocina. El castillo era de dos pisos, pero cuando subir las escaleras ya no era opción para Verónica y sus siete meses de embarazo, decidieron mudarse al cuarto de invitados.
     Sin saber por qué, aproximándose a la cocina a paso de muerto, recordó que una vez su mejor amigo le había dicho que pusiera más atención.
     —¡Pon más atención, idiota!
     —Aza madre. Güey perdón.
     —¡Era la taza de mi padre! Se la regaló un empresario japonés hace como ocho años —dijo Richie. Garret había bajado a la cocina a servirse un vaso de Coca-Cola. Siempre había al menos dos litros en el refrigerador aguardando por alguien. Al intentar sacar un vaso del estante se llevó una taza de porcelana blanca con un dibujo muy estilizado color azul que la cubría por completo. Ahora estaba hecha añicos; polvo blanco en el piso de vinilo floreado.
     Puso dos dedos sobre los interruptores de la cocina. Pensaba en Verónica, en las veces que uno tiene peor suerte de la que merece y también en la pobre taza japonesa que había destrozado hace tantos años.
     Prendió la luz.
     La puerta de metal en la cocina, que daba al patio lateral derecho, estaba rota del vidrio resguardado por las protecciones de hierro. Había manchas de sangre en la puerta, en el vidrio astillado y en el suelo. Tras una rápida inspección por la sala y los pasillos, bajó el arma y llamó a Verónica, que lloraba en silencio de los nervios. La persona que entró parecía no haberse llevado nada. Buscaron en el segundo piso cualquier cosas que pudiera faltar, pero no. No es inusual, dijo el policía. "Probablemente te oyó venir y mejor se fue". Al revisar la puerta con más cuidado vio que la parte donde introduces la llave estaba abollada, como golpeada con una roca grande y maciza.
     No podemos dejarla así, dijo Verónica.
     Garret se dirigió a Home Depot en la vieja tartana que tenía por auto. Un Dodge Spirit del 99 azul hasta los asientos. Golpeteaba los dedos en el volante y como si de tambores africanos se trataran, su mente volvió a perderse en el pasado. Recordaba la pena que había sentido cuando el padre de Richie se enteró de la taza. Ni le dijo le dijo nada. Es más, ni si quiera lo miró.
     Con el dinero que el gobierno le había regresado por malos cálculos de impuestos, le habían caído, como suele decirse, del cielo 30 mil pesos. Miraba las cerraduras que tenían en color plata, bronce y dorado. Se imaginaba como se verían puestas y ninguna lo convencía. «Tengo 30 mil pesos, maldición. Podría comprar una puerta nueva». Caminaba al final del pasillo intentando recordar dónde estaba esa sección de puertas cuando vio a su mejor amigo revisando las lavadoras. «¿Esa chica que lo acompaña será su novia o también se habrá casado?». Se detuvo en seco y pensó qué podía hacer, qué era lo más prudente. Decir Hola Richie le sonaba tan equivocado. Empezó a vacilar ideas estando al final del pasillo, recargado en un estante de picaportes. Richie y su acompañante terminaron de ver la lavadora que los tenía tan intrigados y se fueron caminando en dirección contraria a Garret. Sin poder dar un respiro de alivio, Richie tomó de la mano a la chica y cambiaron de dirección junto. Caminaban por uno de los pasillos principales, el que conecta con todos los demás pasillos en perpendicular. Si Garret no se movía, seguro lo verían. Cuando ya estaban a unos pasos, Garret se giró e inició un interrogatorio al encargado que colocaba picaportes para exhibición. Con voz moderada dijo:
     —Disculpe ¿dónde están las puertas?
     —Siga por este pasillo hasta el fondo —decía moviendo su brazo horizontalmente—. A la izquierda.
     —Ah, ¿y no tendrán más modelos de cerraduras? No me gustan las... —De reojo vio que un individuo lo miraba. Luego dos. Quince años de ausencia se llegaban a su fin.
     —¿Garret? —dijo Richard Mckeown con la mandíbula por los suelos.
     —Hola Richie —dijo Garret con una incomodidad que intentaba tapar a toda costa. Y lo lograba.
     —¿Comprando refacciones para la puerta?
     —Ah, si —Se acercó a su viejo amigo con mucha confianza y llevándose la mirada al suelo le contó con una voz que sólo él y Richard escucharon—. Alguien se metió a mi casa hoy en la madrugada. Golpeó la cerradura y ahora está inservible —se alejó un poco y continuó la conversación—. ¿Ella es tu esposa?
     La mujer se acerco a los dos con aire sencillo. La falda roja a cuadros que llevaba se movía a un ritmo hipnotizante. Tenía el pelo suelto color castaño. Agarró a Richard de la mano y dijo:
     —Así es. Y cinco años. Tú debes ser Garret—le extendió su brazo—. Me llamo Brenda.
     Garret se rió cuando adivinó quién era él. Miró a Richard, quien reía, y sonriendo también le preguntó.
     —¿Qué le has dicho,eh? «¿Segura que no te llamas Julie?»
     Salieron de la tienda como amigos, riendo, recordando el incidente de la taza que Garret tenía tan  fresco (y con una cerradura dorada que decidió comprar en último minuto por influencias de Richie). Acordaron verse el domingo para desayunar. Cuando decidían el lugar, Garret se moría de curiosidad por preguntarle algo más.
     —Richie, ayer como a las ocho de la noche salí de mi casa y, no sé, creí verte. ¿Pasaste por ahí en auto?
     —Si, ¡Claro! No te reconocía y no estaba seguro. ¿Esa era tu casa? Parece una castillo o algo así. Es la piedra. Solo te faltan torres en las esquinas.
     —Con arqueros —dijo Garret, sonriendo.
     —Mañana entonces te caemos. ¿Como a qué hora?
     Caminaron los tres por el estacionamiento, y cuando llegó la hora de despedirse, Garret instintivamente le ofreció la mano para realizar el antiguo saludo adolescente que hacían antes, aquel que acaba en un amistoso choque de puños. Sin embargo, Richard en su lugar le dio unos golpecitos en la espalda, acabando en una especia de abrazo, sin sacar su otra mano del bolsillo del saco.
     —Nos vemos mañana Garret.