viernes, 31 de enero de 2014

Trabajo Nocturno

     
Oxxo, tienda, nocturno, tiroteo, muerte, cuento, historia, reyedit
     Cuando me dijeron que la gran dicha, aquella oportunidad exclusiva de trabajar en el Oxxo, era  una oportunidad con restricciones: «Sólo tenemos disponible en el turno nocturno», se me encogió el estómago.

     —Me parece bien.
     —¡Excelente! ¿Cuándo puede comenzar?
     —Lo más pronto posible.
     El lunes a las siete ya lustraba mis zapatos.

     En estas tiendas hay tres turnos de ocho horas. Lucía, Chris y yo trabajamos el horario con la mayor tasa de asaltos. Esta simple idea te mantiene al pendiente del más leve movimiento de las cámaras de seguridad. 
     Las cajas con productos: papas, galletas, helado, bebidas, etcétera; las dejan a las siete de la noche, y es asunto de los que atienden ese turno acomodar. Hay ciertos productos que se agotan tan rápido como el pan caliente. No se trata de un simple cliché, es la pura verdad. De Coca-Colas nos dejan una soberana cantidad porque a diario visitamos la bodega para colocar más en los estantes. Solemos ser Lucía, Chris y yo quienes terminamos estirando nuestros brazos y piernas para colocar todas las cosas en su lugar. Es un empleo fascinante.
     ¿Sabías que a este Oxxo lo asaltaron doce veces el año pasado?, le pregunté a Lucía.
     —No —dijo dibujando una sonrisa incrédula, buscando en mis ojos algún indicio de mentira.
     —Pues es cierto.
     Era totalmente cierto. Cuando visitábamos a mi abuelo, nos regalaba el periódico del domingo. Así me enteré de los asaltos. Se lo expliqué a Lucía:
     —Si mi mamá supiera eso no me habría dejado trabajar aquí.
     La puerta exclusiva del personal se abrió y de ella salió Chris, sosteniendo con esfuerzo una gran caja sellada con cinta que decía «Sabritas».
     —¿Tú lo sabías, Chris? —dijo Lucía.
     —¿Qué?
     —Que este lugar fue asaltado violentamente al menos doce veces el año pasado.
     —¿Violentamente? —preguntó Chris, alzando la voz sólo un poco y deteniéndose en medio del pasillo ya muy cerca del área de Sabritas.
     —Yo no dije eso.
     —¿Qué asaltos no son violentos? —preguntó Lucía— No te ha tocado, ¿verdad, Chris?
     Chris sacó un exacto del pantalón y cortó la cinta canela. ¡Papas! Me acerqué para ayudarle a colocarlas en su lugar. Todo empieza con un hombre que cultiva un montón de semillas y termina conmigo, el hombre que te las vende.
     —No. Todavía no.
     —«¿Todavía no?» ¿Es algo seguro o qué?
     —Creo que es muy posible

     Si vas a la playa todos los días, corres el riesgo de ver ahogarse a alguien. Son cosas que pasan, pero Lucía no lo entendía. Chris tenía dos meses más que yo trabajando aquí, y un mes más que Lucía. Sin incidentes.
     Se acercó a nosotros y comenzó a sacar Sabritas con ambas manos. Las colocó en el estante con rapidez, sin hablarnos. De reojo miraba la puerta por donde entraban los clientes, tal vez imaginando el ataque número uno del año. ¿Serían hombres enmascarados? ¿Usarían la violencia? Antes de que pudiera reírme de su pensativa cara, murmuró algo inaudible que sonó a «Dios, no lo permitas».

     A las 3:15 de la mañana mis ojos se empiezan a caer. Es muy curioso. Tan rápido me entero de que son las tres, se esparce por mi cuerpo aquello que provoca el sueño.
     Nuestros mejores clientes, aquellos que forman parte del día a día, son los borrachos, los hombres con esposas embarazadas, algunos aburridos y otros lunáticos.
      Lucía me agarra del brazo con brusquedad.
     —Es sólo un viejo —le digo aliviado.
     —Es tu culpa.
     Cuando hemos arreglado las cosas que los del turno anterior tenían por encargo, lo único que queda para distraerse del silencio es platicar. Las cámaras de seguridad cumplen dos funciones importantes: Captar la cara del asesino y asegurarse de que no hagamos nada divertido. Traer un videojuego está más que prohibido.
     —¿Por qué aceptaste trabajar en este turno? ¿No estudias o algo? —Me pregunta Lucía. Cuando habla tan seria suena a regaño. Tal vez sea porque estoy cansado.
     —Oh, sí. Estudio en la tarde.
     —¿No te da sueño?
     —Acabo deshecho. ¿Tú no?
     —Yo no estudio. Ni Chris —Hizo una pausa y como en una caricatura, añadió: «Oye, ¿y Chris?»
     —Fue al baño después de desempacar los sándwiches. Lucie, mira mis ojeras. Parecen bolsas negras o maquillaje, ¿verdad?

     Un minuto para las 3:40. Nada más aparezca Adrián cruzaré la puerta medio dormido y caminaré hasta mi casa con los ojos cerrados. Se oyó el sonido de la bomba de agua trabajar con esfuerzo. Del baño salió Chris, casi radiante, con las manos mojadas y sin pisca de cansancio, o como yo, muriendo. En el silencio de las cuatro de la mañana, lo único que escuchas en esta calle son autos pasar, tamborileos rítmicos de empleados aburridos y bombas de agua, por supuesto.
     —Siempre vas al baño a la misma hora —Le digo a Chris, según yo mostrando una sonrisa genuina que no ha de ser ni la mitad de lo que quisiera. Pero igual, Chris se ríe.
     —Sí. Como a la misma hora. Creo que tiene sentido.
     —Ah.
     El sonido de una verdadera bomba (ya no la del agua) estalla muy lejos. Muy lejos también nos llega el sonido del cristal hacerse pedazos. Del baño salió temblando Lucía, que se aferró a mi brazo. Intercambiamos miradas preocupadas mientras permanecíamos atentos a más sonidos.
     Nada.
     Los tres nos acercamos a la ventana y como los anuncios nos impedían ver el chisme, Chris abrió la puerta. Sin cruzarla nos asomamos para ver lo que pasaba. Varias personas en sus casas se asomaron a buscar lo que nosotros. Mirábamos a todos lados, pero sobre todo mirábamos al final de la calle, posando los ojos sobre aquellos lugares iluminados: Discotecas, antros, bares. Empecé a preocuparme. Fui detrás del mostrador y me senté donde siempre. Apoyé mi frente contra la mesa y cerré los ojos.
     —Ya dejen eso, tontos —Morir por una bala perdida parecía posible.
     Oí la puerta cerrarse y los pasos de Chris y Lucía rodearme. Imaginé un Gansito.
     —No creo que eso haya sido una bala. Por mi casa he oído bastantes. Eso era diferente.
     —Lucie, ¿Dónde vives? Para no ir jamás.

     Seguí con los ojos cerrados. No me daban ganas de hacer otra cosa. 
     —¿Te sientes bien? —preguntó Lucía.
     —Claro, pero tengo sueño. Chris, pásame un Gansito, voy a comprarlo.
     Eso era todo lo que necesitaba. El azúcar me devolvió la energía, energía que usé para llegar a mi casa con los ojos abiertos.

     A las doce de la tarde mi mamá llegó e hizo de comer. La corta conversación que mantuvimos fue sobre el ruido de anoche. «No lo sé», le dije.
     —Tu papá y yo nos despertamos. Estuve a punto de hablarte —«Qué locura».
     —Sí, lo oímos, pero no sabemos qué fue. No se ha hablado de ello.
    
     A las siete de la noche vuelvo a limpiar mis zapatos. La gente no suele verlos, una porque casi nadie va. Otra porque los atiendo detrás del mostrador. Además, muchos de nuestros clientes apenas pueden ubicar el piso, qué decir de mis zapatos.
     Lucía hoy se ha puesto un moño morado en el cabello. Se podría decir que ya tengo conversación para rato.
     —¡Hola, hola, compañero! ¿Qué tal los estudios? —Lucía suele recibirme a mí y a Chris con mucho afecto.
     —Fabulosos. ¿Lista para el gran suceso de hoy?
     —¿Qué suceso, qué cosa?
     —¡Hoy nos van a asaltar!
     —Ay, cállate. ¿Por qué dices eso?
     —No lo sé, me ha pasado de todo. Me han correteado perros, me han picado abejas, me he electrocutado. Una vez casi me ahogo y hasta me han operado de un vidrio en el pie. Sólo me falta romperme un hueso y ser asaltado.
     —Estás loco —dijo Lucía, moviendo los labios con cómica exageración.

     Una vez leí que la rutina es morir todos los días, pero yo amo saber que las cosas que hago se mantienen estables. Despiertas, lees el periódico, desayunas, estudias, cenas, trabajas, duermes... Cada simple cosa que constituye mi día normal es una rutina de tareas que vengo haciendo desde hace poco, y tal vez por eso aún no me harto. A veces basta con que el desayuno sea diferente para descomponer la rutina y sentirse en la rutina de alguien más. Antes de pedir trabajo aquí no sabía cuántas veces tendría que abrir cajas con el exacto, cuántas veces acomodaría comida en los estantes, o cuántas veces tendría la oportunidad de usar la caja registradora. Muchas y pocas, pero aún se sienten como nuevas. 
     Cuando mis dedos están hartos de tocar una canción con la mesa, me giro hacia la cámara de seguridad y le hago caras. Es gracioso pensar que alguien las verá pronto. A veces lograba que Chris y Lucía hicieran caras conmigo. La mayoría del tiempo Lucía está detrás de una revista o platicando con Chris de cosas que no me llaman ni tantita la atención. Y hablando de revistas, a partir de las dos de la mañana, Chris y yo las desempacamos en la bodega. Leemos de todo allá. Las revistas para caballero siempre vienen envueltas en plástico. Las abrimos con el Todo Poderoso exacto y jamás se ha quejado alguien, porque cuidamos no doblarlas. La bodega tiene una terrible iluminación y apesta a humedad; por eso llevo mi propia linterna para emergencias. Ojeábamos las revistas con sumo cuidado. Al principio Chris se negaba, pero le recordé que en otros lugares la sección de revistas era una cosa lamentable. Las tienen tan arrugadas que sólo un tarado las compraría. En nuestro Oxxo la sección de revistas es de primer mundo, siempre está impecable. Leídas por nosotros pero jamás arrugadas. Ese debería ser nuestro eslogan.

     Tenía una copia de Cosmopolitan que ojeaba con un cuidado extremo, como si me pagaran por acariciar las páginas. En la portada estaba Hayley Williams con su típica cabeza roja. Miraba sus fotos cuando Chris se acercó. «A ver, a ver», decía.

     Le presté la revista y hundió la cara sobre las páginas. Hayley Williams tiene unas tetas horribles, le dije.
     —Aquí se ven con todo.
     —No, no, amigo. Es una ilusión. Por accidente ella subió una foto a Twitter donde se le ven. Son horribles, te aseguro.

     Chistó y siguió viendo la revista.

     Ya estábamos listos para ir a dejarlas. Cargábamos cajas de editorial Televisa. Antes de salir por la bodega, Lucía abrió la puerta. 
     —¡Hay unos tipos peleándose en el estacionamiento! 
Chris y ella corrieron hasta la puerta y miraron el evento. A mí me pareció una tontería y mejor me fui a llenar los estantes.  

     Listo.
     Varias Hayley Williams me miraban desde abajo, con el maquillaje perfecto y el cabello brillante. Se veía tan hermosa que sus tetas, con todo lo que significan y representan, pasaron a segundo o tercer plano.

     Chris y Lucía seguían observando la pelea. Me dio un poco de risa verlos abrasados, como si compartieran algo hermoso. El ruido de los golpes y alaridos no eran preocupantes, pero la curiosidad me picó y me uní a ellos, llevando mis manos a sus hombros. Era un gordo seboso con el cabello hecho un desastre y un tipo alto con una camisa verde que se daban de putazos. Tenían público a su alrededor. Los empleados de la gasolinera también estaban allí. Puro chismorreo. Me sentí poca cosa.

     Los alenté a que se alejaran de la puerta pero no me hicieron caso.

     Me senté en mi lugar habitual detrás del mostrador y empecé a garabatear algunas cosas en la libreta de distracciones. A veces practicaba mi firma. La practicaba y la practica por días. ¿No sería tristísimo que al final de mi vida no fuera famoso?

     De reojo vi a Chris y Lucía abrazarse de golpe. El sonido de un trueno que estallaba en la mera oreja interrumpió el dibujo de mi firma. Agarré el escritorio con ambas manos y me hundí en él.

     Otro trueno.

     Chris y Lucía gritaban algunas cosas que en ese momento mi cerebro no estaba ni cerca de procesar. Aparecieron a mi lado, agachados tras el mostrador. Las luces del Oxxo se apagaron y permanecimos en la oscuridad por unos momentos. 
     —¿Qué pasó? —Pregunté. 
     —Uno le disparó al gordo —dijo Chris—. Iba ganando y le dispararon. 
     —¿Se murió?

     Ninguno lo sabía.

     Agarré el teléfono que teníamos tras el mostrador y llamé a la policía. Lucía me dijo que probablemente ya lo hubieran hecho, pero me animaba a que lo hiciera de todos modos. 
     Mientras marcaba le dije a Chris que cerrara la puerta con candado. No sabía para qué, en ese momento hablaba el miedo. 
La luz regresaba por instantes y volvía a irse. Pensaba en todas las paletas heladas que se deformarían si la luz continuaba ausente. 

     Lucía había adquirido un tono blancuzco en los cachetes y le vidriaban los ojos. Parecía necesitar palabras de aliento. 
     —Oye, Lucie —le dije—, al menos no fuimos asaltados.