jueves, 21 de mayo de 2015

Fortaleza de Espejos: Corrección

Esta es una corrección de un ejercicio de escritura creativa que hice en Septiembre de 2012. La versión original —y según Juan Carlos del futuro muy inferior— está en este enlace.

A continuación, la historia corregida.

Libro, pluma, tinta, escribir, ejercicio, escritura creativa

Una especie de penumbra cubría al entorno como suave seda. En ella se alojaba un sentimiento de espantosa tranquilidad. El aroma del lugar tenía un pellizco a madera quemada, tranquilizante, aunado a un delirante aroma de lirios que agudizaban las sensaciones más improbables.
Regis mantenía los ojos cerrados.
Tranquilo, consiente de su entorno, intentó descifrar el lugar al que había llegado. Su mano izquierda contenía a la derecha, ambas descansando sobre su regazo, manteniendo las piernas cruzadas, con el contorno de los pies haciendo contacto con el suelo frío de madera. Sólo el aroma de los lirios lo mantenía sereno.
En diez minutos de total oscuridad —la luz era tan débil que no atravesaba sus párpados—, Regis notó la agudeza de sus sentidos. No estaba solo: una respiración fuerte y calmada se escuchaba cerca.
El tiempo ya no figuraba en su mente. ¿Treinta minutos?, ¿tres horas? Tendría que adivinar el tiempo que llevaba temiendo abrir los ojos.
Erguido y respirando al compás de aquel otro individuo, emulando una tranquilidad que no sentía, virtuoso y sereno decidió abrirlos. Una habitación amplia como refugio de guerra apareció. Las paredes de cristal, tan anchas como una de concreto, estaban manchadas de humedad y no permitían ver hacia el otro lado.
Por todas partes había montículos de espejo que repartían la luz procedente de los agujeros en el techo de piedra. Estaban colocados estratégicamente; apenas filtraban débiles rayos de luz. Eso bastaba para una iluminación tenue que generó en Regis un estado de calidez. Si no fuera por el otro hombre lo habría considerado el lugar más cómodo del mundo.
Vio al otro hombre y dijo:
—Buenos días.
—Buenos tardes —respondió, aún con los ojos cerrados.
—¿Cuánto llevo aquí?
—Tres días.
—Menos mal.  Ah. Si quisiera irme...
Sin terminar su frase, su especulación —que no pudo terminar— se mostró como correcta. Irse no sería fácil. 
El hombre, corpulento como un toro, se levantó de un brinco y abrió  los párpados. No tenía ojos.
El ciego dio un paso hacia adelante. Su cabeza apuntó a la de Regís, como si supiera justo dónde mirar. De haber tenido ojos, lo estaría mirado fijamente.
Regis lo supo de inmediato. Iba a lanzarse contra él.
Sin darle la mínima oportunidad buscó en las cuatro paredes del recinto una puerta de salida, sin hallarla. Se echó a correr hasta la pared más lejana, teniendo que evadir un par de montículos de espejo, tan irregulares como témpanos glaciares. El ciego se aventó a una carrera en la cual dio enormes zancadas que hacían vibrar el suelo.
La aislada persecución comenzó.
El ciego dio un grito de guerra. Regis retrocedió. Se vio a sí mismo reflejado entre las paredes, perdido.
Usando los espejos observó al ciego acercarse.
Ni puertas ni ventanas. Aquél lugar de la muerte no tenía salida alguna. ¿Cómo se había metido en primer lugar? El techo, con hileras de agujeros de ventilación del tamaño de puños, declaró como imposible una salida superior. Tres días dan para mucho. ¿Sería alguien capaz de construir un lugar así a su alrededor en tan poco tiempo? 
No. 
Regis descartó la idea. «La salida debe estar escondida». Vio sus pies descalzos. Podría intentar romper una pared a golpes, con sus puños. De ninguna manera podría hacerlo con los pies, no sin calzado. No podía sacrificar su movilidad.
En aquel lugar había doce montículos,  altas figuras de cristal de diversas formas abstractas. Llegó a una y observó el surrealista panorama; era divertido: los obeliscos eran transparentes, pero eso no importaba: el asesino era ciego ¡De nada serviría esconderse! En silencio observó a través de los témpanos. El ciego deambuló cerca del centro de la fortaleza. Se detuvo e inclinó la cabeza. Regis sospechó que procuraba escucharlo, algún paso que diera, tal vez incluso su respiración.
Por ello, Regis comenzó a respirar lento.
Más lento.
Fijó su vista al techo.
Miró al ciego.
Miró al techo.
Aquel hombre avanzó en dirección a Regis con calma absoluta, como si dudara de sus pies. Las tenues corrientes de aire en los agujeros del techo lo despistaban. Regis se aferró a un obelisco, estrechándolo con ansiedad de una de sus irregularidades. Abandonó al ciego y miró a su alrededor con apremio, como si buscara por primera vez aquella deseada salida. Se dirigió al extremo contrario, hacia la pared norte. Dos estatuas de allí eran idénticas pero invertidas. Tenían el diseño de signos de interrogación. Regis se acercó a una.

Sin pensarlo más, Regis la golpeó justo debajo de la parte curva donde era más delgada. El ciego, quien estaba al otro extremo, giró bruscamente y corrió tras él. La figura se resquebrajó pero no se partió, y Regis, con sus codos y antebrazos escurriendo melaza negra, golpeó una vez más, ahora con las piernas. El ciego rodeó al obelisco en forma de trono, —el más alto de todos—, el cuál era su último obstáculo para llegar a Regis. Bajó la velocidad y de nuevo, estando tan cerca de su víctima, caminó con calma absoluta. Con un pedazo de cristal puntiagudo en su mano, Regis se deslizo recargado en lo que quedaba del montículo hasta llegar al suelo y acomodarse. Con la mano lisa para el ataque, Regis esperó la llegada del ciego.