viernes, 2 de agosto de 2013

El Fraude

Sin primera lectura ni corrección de ningún tipo.

     La puerta del despacho se abrió asomando una delgada mano blanca. La chica que la atravesó lo hizo con la mirada por los suelos. Después de cerrar la puerta la fue subiendo y contempló una figura alta que se dibujaba frente a ella en la poca luz del cuarto; ese figura dijo:
—Gracias por venir —La chica no respondió. Cambiaba la mirada del hombre a los múltiples adornos y figuras en la habitación. Había un librero que abarcaba una pared completa y en el suelo estaban montones de libros y papeles regados, algunos apilados; además de un ajedrez de madera con la mayoría de sus piezas tiradas en la alfombra—. Te he estado esperando. Ven. No, no. No te sientes —Dijo el anciano. Ella lo miraba intentando descubrir un fraude. El fuego en la chimenea daba un ambiente cálido que hacía a la madera brillar anaranjada; el piso, el librero, un escritorio y el tablero de ajedrez.

     La chica abrió la boca pero se arrepintió. «No podemos ayudarlo», hubiera dicho. La sonrisa del viejo la hacía sentirse una prisionera.
—Ven. Déjame verte bien —El viejo la miro de pies a cabeza y antes de que se abalanzara sobre ella, río para consigo. Era justo la persona que esperaba.
     Tiró a la chica y sujetó sus brazos contra la alfombra. La empujó hasta quedar cerca del tablero de ajedrez y con dificultad logró colocar su brazo encima de él. Se levantó no sin antes recibir una patada en las costillas que lo empujó hasta pegarse en su escritorio, lo cual hizo resonar algunos vidrios. Sin poderlo ella entender, su brazo se había aferrado al tablero y no podía apartarlo, como si invisibles cuerdas lo sujetasen con firmeza.
—Ya sé, ya sé. Muy exagerado todo, ¿no? Creo que es necesario —El viejo se arrodilló y sujetó a la reina negra, una de las pocas piezas que seguían sobre el tablero. La hizo avanzar saltando cuadro por cuadro hasta donde el brazo, y también lo saltó.
    Tocaron a la puerta y de ella cruzó un hombre de traje que se plantó cerca de los dos. Muy alegre dijo: Ya están listas.
—Nosotros también —Y miró muy contento a la chica— Hazlas pasar.
     El viejo se levantó y fue hasta el escritorio. Sacó dos vasos de vidrio y una botella de coñac; los llenó y se sentó a esperar a que volviera el hombre de traje.
—Él sabe dónde estoy —dijo la chica.
     El viejo la miró mientras se tragaba un largo sorbo de coñac y cuando terminó le dijo:
—Él no es nada sin ti. Estarás de acuerdo querida —La chica enfilo sus dientes y levantó sus labios con rabia. Tensó el brazo adherido al tablero y comprobó que intentar zafarse era inútil. Miró al piso donde estaban los alfiles, peones y caballos.
     Los sonidos se apagaban.
     Su vista se perdía.
     Todo el mundo dejó de girar y dentro de ella todo parecía una gran ironía. Una vibración peculiar nacía en su estómago. Era fuerte y estaba decidida. Subía y subía por el esófago hasta que llegó a la garganta y todo su interior retumbaba en un extraño eco de sensaciones que debían explotar. Ahí en el piso, atrapada del brazo, inmóvil y con la mirada en las piezas de ajedrez, la chica se empezó a reír. El viejo la miró con curiosidad. La chica comenzaba a sacudirse y a reír más y más fuerte. Carcajadas completas que hacían humedecer sus ojos. El viejo se sintió muy incómodo y volvió a llenarse el vaso.
     Se abrió la puerta. La atravesaron el sujeto de traje y dos señoras de vestidos elegantes; uno verde y otro violeta. Todos miraban extrañados las risotadas profusas que la niña seguía interpretando. La cara del hombre de traje elegante se tensó y comenzó a aproximarse hasta la chica para darle una fuerte patada en la cara. Las risas desaparecieron al instante.
     El  hombre de traje elegante la miró retorcerse, esperando una respuesta. Por la patada la chica tenía la cabeza por los suelos y el cabello la cubría. Cuando por fin mostró su rostro, sus ojos tenían lágrimas, pero no por el golpe sino por las risas, y su boca rota seguía mostrando una alegría que ahora parecía forzada.
—Está actuando —Dijo la señora de vestido verde—. Mírala. No nos odia; está fingiendo.
     El señor de traje elegante sintió un impulso por patearla de nuevo, pero no lo hizo.
—Oh, Maggie, claro que está aterrada. Es que no quiere que nos demos cuenta —Dijo la señora de vestido violeta. El hombre de traje fue hasta el escritorio y se tomó el coñac servido en el segundo vaso.
—Bueno, ¿Por dónde vendrá? ¿Dónde lo esperamos? —Dijo el hombre de traje al viejo.
—Puede venir de cualquier lado. Puede venir hasta del techo si quiere —y miró al techo imaginándolo—. Señoras, sellen el cuarto. Rompan lo que tengan que romper. Kippling, hay que irnos ya.
     El viejo agarró su sombrero de la mesa y se puso un abrigo café que tenía colgado en el perchero cerca de la puerta. Miró a la chica de rodillas y le dijo: Nos vemos al rato, cariño. La sonrisa de la chica se había esfumado. Sus ojos furiosos no parpadearon hasta que el viejo y Kippling atravesaron la puerta; la chica se tendió en el piso para que su brazo no se entumiera, y con los ojos tapados por el suelo, comenzó a llorar.