Cuando me dijeron que
la gran dicha, aquella oportunidad exclusiva de trabajar en el
Oxxo, era una oportunidad con restricciones:
«Sólo tenemos disponible en el turno nocturno», se me encogió el estómago.
—Me parece
bien.
—¡Excelente!
¿Cuándo puede comenzar?
—Lo más pronto
posible.
En estas tiendas hay
tres turnos de ocho horas. Lucía, Chris y yo trabajamos el horario con la mayor
tasa de asaltos. Esta simple idea te mantiene al pendiente del más leve
movimiento de las cámaras de seguridad.
Las cajas con
productos: papas, galletas, helado, bebidas, etcétera; las dejan a las siete de
la noche, y es asunto de los que atienden ese turno acomodar. Hay ciertos productos que
se agotan tan rápido como el pan caliente. No se trata de un simple cliché, es la pura verdad. De Coca-Colas nos dejan una soberana cantidad porque a
diario visitamos la bodega para colocar más en los estantes. Solemos ser Lucía,
Chris y yo quienes terminamos estirando nuestros brazos y piernas para colocar
todas las cosas en su lugar. Es un empleo fascinante.
¿Sabías que a este
Oxxo lo asaltaron doce veces el año pasado?, le pregunté a Lucía.
—No —dijo dibujando una sonrisa incrédula,
buscando en mis ojos algún indicio de mentira.
—Pues es
cierto.
Era totalmente
cierto. Cuando visitábamos a mi abuelo, nos regalaba el periódico del domingo. Así
me enteré de los asaltos. Se lo expliqué a Lucía:
—Si mi mamá supiera eso
no me habría dejado trabajar aquí.
La puerta exclusiva del
personal se abrió y de ella salió Chris, sosteniendo con esfuerzo una gran caja sellada
con cinta que decía «Sabritas».
—¿Tú lo sabías, Chris? —dijo Lucía.
—¿Qué?
—Que este
lugar fue asaltado violentamente al menos doce veces el año pasado.
—¿Violentamente?
—preguntó Chris,
alzando la voz sólo un poco y deteniéndose en medio del pasillo ya muy cerca del
área de
Sabritas.
—Yo no dije eso.
—¿Qué asaltos no
son violentos? —preguntó Lucía— No te ha tocado, ¿verdad,
Chris?
Chris sacó un exacto
del pantalón y cortó la cinta canela. ¡Papas! Me acerqué para ayudarle a colocarlas
en su lugar. Todo empieza con un hombre que cultiva un montón de semillas y
termina conmigo, el hombre que te las vende.
—No. Todavía no.
—«¿Todavía no?» ¿Es
algo seguro o qué?
—Creo que es
muy posible
Si vas a la playa
todos los días, corres el riesgo de ver ahogarse a alguien. Son cosas que
pasan, pero Lucía no lo entendía. Chris tenía dos meses más que yo trabajando
aquí, y un mes más que Lucía. Sin incidentes.
Se acercó a nosotros
y comenzó a sacar Sabritas con ambas manos. Las colocó en el estante con
rapidez, sin hablarnos. De reojo miraba la puerta por donde entraban
los clientes, tal vez imaginando el ataque número uno del año. ¿Serían hombres
enmascarados? ¿Usarían la violencia? Antes de
que pudiera reírme de su pensativa cara, murmuró algo inaudible que sonó a
«Dios, no lo permitas».
A las 3:15 de la
mañana mis ojos se empiezan a caer. Es muy curioso. Tan rápido me entero de que
son las tres, se esparce por mi cuerpo aquello que provoca el sueño.
Nuestros mejores
clientes, aquellos que forman parte del día a día, son los borrachos,
los hombres con esposas embarazadas, algunos aburridos y otros lunáticos.
Lucía me agarra del
brazo con brusquedad.
—Es sólo un viejo —le digo aliviado.
—Es tu culpa.
Cuando hemos arreglado las cosas que los del turno anterior tenían por encargo, lo único que
queda para distraerse del silencio es platicar. Las cámaras de seguridad
cumplen dos funciones importantes: Captar la cara del asesino y asegurarse de
que no hagamos nada divertido. Traer un videojuego está más
que prohibido.
—¿Por qué aceptaste
trabajar en este turno? ¿No estudias o algo? —Me pregunta
Lucía. Cuando habla tan seria suena a regaño. Tal vez sea porque estoy cansado.
—Oh, sí. Estudio en
la tarde.
—¿No te da sueño?
—Acabo
deshecho. ¿Tú no?
—Yo no
estudio. Ni Chris —Hizo una
pausa y como en una caricatura, añadió: «Oye, ¿y Chris?»
—Fue al baño después
de desempacar los sándwiches. Lucie, mira mis ojeras. Parecen bolsas negras o
maquillaje, ¿verdad?
Un minuto para las
3:40. Nada más aparezca Adrián cruzaré la puerta medio dormido y caminaré hasta
mi casa con los ojos cerrados. Se oyó el sonido de la bomba de agua trabajar con
esfuerzo. Del baño salió Chris, casi radiante, con las manos mojadas y sin pisca
de cansancio, o como yo, muriendo. En el silencio de las cuatro de la mañana,
lo único que escuchas en esta calle son autos pasar, tamborileos rítmicos de
empleados aburridos y bombas de agua, por supuesto.
—Siempre vas
al baño a la misma
hora —Le digo a
Chris, según yo mostrando una sonrisa genuina que no ha de ser ni la mitad de
lo que quisiera. Pero igual, Chris se ríe.
—Sí. Como a la
misma hora. Creo que tiene sentido.
—Ah.
El sonido de una
verdadera bomba (ya no la del agua) estalla muy lejos. Muy
lejos también nos llega el sonido del cristal hacerse pedazos. Del baño salió
temblando Lucía, que se aferró a mi brazo. Intercambiamos miradas preocupadas
mientras permanecíamos atentos a más sonidos.
Nada.
Los tres nos
acercamos a la ventana y como los anuncios nos impedían ver el chisme, Chris abrió
la puerta. Sin cruzarla nos asomamos para ver lo que pasaba. Varias personas en
sus casas se asomaron a buscar lo que nosotros. Mirábamos a
todos lados, pero sobre todo mirábamos al final de la calle, posando los ojos
sobre aquellos lugares iluminados: Discotecas, antros, bares. Empecé a
preocuparme. Fui detrás del mostrador y me senté donde siempre. Apoyé mi frente
contra la mesa y cerré los ojos.
—Ya dejen eso,
tontos —Morir por
una bala perdida parecía posible.
Oí la puerta
cerrarse y los pasos de Chris y Lucía rodearme. Imaginé un Gansito.
—No creo que
eso haya sido una bala. Por mi casa he oído bastantes. Eso era diferente.
—Lucie, ¿Dónde vives?
Para no ir jamás.
Seguí con los ojos
cerrados. No me daban ganas de hacer otra cosa.
—¿Te sientes
bien? —preguntó Lucía.
—Claro, pero
tengo sueño. Chris, pásame un Gansito, voy a comprarlo.
Eso era todo lo que
necesitaba. El azúcar me devolvió la energía, energía que usé para llegar a mi
casa con los ojos abiertos.
A las doce de la
tarde mi mamá llegó e hizo de comer. La corta conversación que mantuvimos fue
sobre el ruido de anoche. «No lo sé», le dije.
—Tu papá y yo nos
despertamos. Estuve a punto de hablarte —«Qué locura».
—Sí, lo oímos, pero no
sabemos qué fue. No se ha hablado de ello.
A las siete de la
noche vuelvo a limpiar mis zapatos. La gente no suele verlos, una porque casi
nadie va. Otra porque los atiendo detrás del mostrador. Además, muchos de
nuestros clientes apenas pueden ubicar el piso, qué decir de mis zapatos.
Lucía hoy se ha
puesto un moño morado en el cabello. Se podría decir que ya tengo conversación
para rato.
—¡Hola, hola,
compañero! ¿Qué tal los
estudios? —Lucía suele
recibirme a mí y a Chris con mucho afecto.
—Fabulosos. ¿Lista para el
gran suceso de hoy?
—¿Qué suceso, qué cosa?
—¡Hoy nos van
a asaltar!
—Ay, cállate. ¿Por qué dices eso?
—No lo sé, me ha
pasado de todo. Me han correteado perros, me han picado abejas, me he
electrocutado. Una vez casi me ahogo y hasta me han operado de un vidrio en el
pie. Sólo me falta romperme un hueso y ser asaltado.
—Estás loco —dijo Lucía, moviendo los labios con cómica
exageración.
Una vez leí que la
rutina es morir todos los días, pero yo amo saber que las cosas que hago se
mantienen estables. Despiertas, lees el periódico, desayunas, estudias, cenas,
trabajas, duermes... Cada simple cosa que constituye mi día normal es una
rutina de tareas que vengo haciendo desde hace poco, y tal vez por eso aún no
me harto. A veces basta con que el desayuno sea diferente para
descomponer la rutina y sentirse en la rutina de alguien más. Antes de pedir
trabajo aquí no sabía cuántas veces tendría que abrir cajas con el exacto, cuántas
veces acomodaría comida en los estantes, o cuántas veces tendría la oportunidad
de usar la caja registradora. Muchas y pocas, pero aún se sienten como nuevas.
Cuando mis dedos
están hartos de tocar una canción con la mesa, me giro hacia la cámara de
seguridad y le hago caras. Es gracioso pensar que alguien las verá pronto. A
veces lograba que Chris y Lucía hicieran caras conmigo. La mayoría del tiempo Lucía
está detrás de una revista o platicando con Chris de cosas que no me llaman ni
tantita la atención. Y hablando de revistas, a partir de las dos de la mañana,
Chris y yo las desempacamos en la bodega. Leemos de todo allá. Las revistas
para caballero siempre vienen envueltas en plástico. Las abrimos con el Todo Poderoso
exacto y jamás se ha quejado alguien, porque cuidamos no doblarlas. La bodega tiene una
terrible iluminación y apesta a humedad; por eso llevo mi propia linterna para
emergencias. Ojeábamos las revistas con sumo cuidado. Al principio Chris se
negaba, pero le recordé que en otros lugares la sección de revistas era una cosa lamentable.
Las tienen tan arrugadas que sólo un tarado las compraría. En nuestro Oxxo la
sección de revistas es de primer mundo, siempre está impecable. Leídas por nosotros pero jamás
arrugadas. Ese debería ser nuestro eslogan.
Tenía una copia de Cosmopolitan que ojeaba con un cuidado
extremo, como si me pagaran por acariciar las páginas. En la portada estaba Hayley
Williams con su típica cabeza roja. Miraba sus fotos cuando Chris se acercó. «A
ver, a ver», decía.
Le presté la revista y hundió la cara sobre las páginas. Hayley Williams tiene unas tetas horribles, le dije.
—Aquí se ven
con todo.
—No, no,
amigo. Es una ilusión. Por accidente ella subió una foto a Twitter donde se le ven. Son
horribles, te aseguro.
Chistó y siguió viendo la revista.
Ya estábamos listos para ir a dejarlas. Cargábamos cajas de editorial Televisa. Antes de salir por la bodega, Lucía abrió la puerta.
—¡Hay unos
tipos peleándose en el estacionamiento!
Chris y ella corrieron hasta la puerta y miraron el evento. A mí
me pareció una tontería y mejor me fui a llenar los estantes.
Listo.
Varias Hayley
Williams me miraban desde abajo, con el maquillaje perfecto y el cabello brillante. Se veía tan hermosa que sus tetas, con todo lo que significan
y representan, pasaron a segundo o tercer plano.
Chris y Lucía seguían observando la pelea. Me dio un poco de
risa verlos abrasados, como si compartieran algo hermoso. El ruido
de los golpes y alaridos no eran preocupantes, pero la curiosidad me picó y me
uní a ellos, llevando mis manos a sus hombros. Era un gordo seboso con el cabello hecho un desastre
y un tipo alto con una camisa verde que se daban de putazos. Tenían público a su alrededor. Los empleados de la gasolinera también estaban allí. Puro
chismorreo. Me sentí poca cosa.
Los alenté a que se alejaran de la puerta pero
no me hicieron caso.
Me senté en mi lugar habitual detrás del mostrador y empecé a
garabatear algunas cosas en la libreta de distracciones. A veces practicaba mi
firma. La practicaba y la practica por días. ¿No sería tristísimo que al final
de mi vida no fuera famoso?
De reojo vi a Chris y Lucía abrazarse de golpe. El sonido de un trueno
que estallaba en la mera oreja interrumpió el dibujo de mi firma. Agarré el escritorio con
ambas manos y me hundí en él.
Otro trueno.
Chris y Lucía gritaban algunas cosas que en ese momento mi
cerebro no estaba ni cerca de procesar. Aparecieron a mi lado, agachados tras
el mostrador. Las luces del Oxxo se apagaron y permanecimos en la oscuridad por
unos momentos.
—¿Qué pasó? —Pregunté.
—Uno le
disparó al gordo —dijo Chris—. Iba ganando y le dispararon.
—¿Se murió?
Ninguno lo sabía.
Agarré el teléfono que teníamos tras el mostrador y llamé a la policía.
Lucía me dijo que probablemente ya lo hubieran hecho, pero me animaba a que lo hiciera de todos modos.
Mientras marcaba le dije a Chris que cerrara la puerta con candado.
No sabía para qué, en ese momento hablaba el miedo.
La luz regresaba por
instantes y volvía a irse. Pensaba en todas las paletas heladas que se
deformarían si la luz continuaba ausente.
Lucía había adquirido
un tono blancuzco en los cachetes y le vidriaban los ojos. Parecía necesitar
palabras de aliento.
—Oye, Lucie —le dije—, al menos no fuimos asaltados.