martes, 15 de octubre de 2013

Baile de Epifanía

 
sepia, antiguo, poema, calor

     El saxofón se alzan en suaves notas que bajan a ritmos pasionales. La frescura de la noche lo atraviesa todo. Nos invita a abrazarnos, a bailar, a girar, a disfrutar de la alegría en el resguardo caótico donde decenas de pies acarician el piso y las paredes nos esconden el detalle del tiempo, haciéndonos sentir por encima de él. En mis labios el calor del Brandy se esparce y yo misma me vuelvo calor circundante.

     Me coloca una mano encima. Me pide que giremos como hacen los otros.
     Que deje la mesa y baile.
     Que gire.
     Que me olvide de todo.

     Recargado mi rostro sobre él, el frío en mi nariz se reduce a nada y vuelvo a respirar a gusto, enterándome de una fragancia suave que me hace querer abrazarlo con más fuerza; todo mientras a ciegas doy pasos aquí y allá y hacia todos lados. Calmada. ¿Nos hemos vuelto locos?
     Veo sobre su hombro la silueta de mil enamorados nadar a lentitud, absueltos del tiempo, absueltos del miedo  y el dolor, creyéndose inmortales.
     Afuera el mar salpica con estruendo, volviendo al aire aún más salado, y en general al mundo un poco más separado del amor.
     Pero aquí, resguardados de la luna, con el paso lento en nuestros pies, las suaves notas de jazz que se elevan hasta la bóveda donde Dios las retiene con cariño, y el fuerte impulso de amor que provocan estos cuerpos, me hacen creer que la muerte puede ser burlada. Que todo lo que existe y puede tocarse abarca muy poco.
     Eventualmente la música se detendrá y las personas actuarán apresuradas, concientes de que la vida se evapora como un charco de agua clara, dejando sólo porquería en el pavimento. Saben que la sutileza se quiebra con la vida real. Pero ahora estamos por encima. Experimentamos la única verdad que no puede
cuestionarse. Y yo quiero que lo sientas.