Esta historia es una corrección. La versión original, penosa y lastimera está en esta dirección
A Natalia Lesniak la
seguían.
La noche helada y
seca fastidiaba su ya delicada respiración. Estaba agotada por los excesos
dramáticos de aquella tarde. Todo parecía darse solo: Las flores que le causaban
alergia, la humedad excesiva y ese puente escabroso.
Para llegar a casa,
Natalia debía cruzar un pequeño puente de madera que conectaba a la parte norte
de la ciudad donde residen los pescadores. Sólo a pie se puede llegar.
Una angustia nació en
su pecho. Pequeños espasmos en el estómago le avecinaban problemas,
presentándose esporádicamente, como anunciando un porvenir indeseable.
Apenas vio el puente, comenzó a caminar
a prisa. Paranoica, revisó cada esquina y rincón que los faros de luz lograban
iluminar: No había una sola sombra fuera de sitio. El corazón de Natalia latió
con más y más violencia a cada paso que daba, angustiado por aquello que
surgiera que no pudiese controlar.
Agarró con firmeza
los barandales del puente y se dispuso a
caminar. Deseaba correr, deseaba apurarse, llegar lo más pronto posible,
guardar las flores para el arquitecto y no saber nada hasta mañana.
Pero no debía correr
porque.
Porque cuando lo
hiciera, sus miedos se volverían reales.
No.
No podía permitirse
que el miedo fuese mayor.
El puente medía 15
metros de largo. Al legar a la mitad, Natalia se dijo: “Es aquí donde me
agarran”.
Siguió avanzando.
Pronto llegaría al final.
Al estar del otro
lado, respiró mejor. En las casas cercanas dormían buenos amigos. Un lugar así
de pequeño solo guarda conocidos. Era esa pequeña locura que habita en cada uno
de nosotros que emerge cuando las oportunidades se presentan tan sobradamente
fácil. Uno se pregunta: ¿cuándo empezaré a pagar?
Sin duda, para Natalia, antes de llegar
a casa.
A media calle de su
hogar, Natalia buscó la llave para entrar. Revolvió su bolso hasta tenerla
segura en su mano.
Dueña de sus temores,
caminó con el deseo suprimido de mandar todo al diablo y correr. De tirar las
flores, quitarse los tacones y correr.
¿De verdad era para tanto? Se trataba de
tres ramos de orquídeas robadas. «Es una buena causa», se dijo.
Robar.
No pediría ayuda, de
necesitarla, y tampoco lo negaría.
La maldita puerta,
vieja e hinchada por las lluvias, complicó el uso de la llave. Parecía no
encajar, y cuando lo hizo, girarla fue imposible. Natalia podía saborear el
éxito. Era delicioso y reconfortaba, ¡pronto estaría en calma, resguardada por
cuatro paredes de concreto! Mientras más giraba la llave, más óxido desprendía
la cerradura.
Al pensar en el hecho
de “ganar”, su corazón daba pequeños saltos. Ciertamente pocas victorias podía
atribuirse en su vida.
Impaciente, giró la
llave con entusiasmo una vez más, pero no consiguió abrirla. Le ardían las
muñecas y la cabeza le dio vueltas; estaba a un paso del triunfo. Si tan solo
pudiese entrar...
Dejó los ramos en el
suelo para apoyarse mejor. Una mano sostenía la perilla, la otra forcejeaba con
la llave. Fuese el polvo de metal o su alergia por las flores, Natalia
estornudó en la oscuridad.
Unas risas se
escucharon en el patio. Eran burlonas, ¡se burlaban! Natalia abrió la puerta,
se metió y la cerró de golpe, causando un gran estallido en medio de la noche.
Ni siquiera se detuvo
a recoger los ramos en el suelo.
Las risas continuaron como ecos.