A continuación, la historia corregida.
Una especie de penumbra cubría al
entorno como suave seda. En ella se alojaba un sentimiento de espantosa
tranquilidad. El aroma del lugar tenía un pellizco a madera
quemada, tranquilizante, aunado a un delirante aroma de lirios que agudizaban las
sensaciones más improbables.
Regis mantenía los ojos cerrados.
Tranquilo, consiente de su entorno, intentó descifrar
el lugar al que había llegado. Su mano izquierda contenía a la derecha, ambas
descansando sobre su regazo, manteniendo las piernas cruzadas, con el
contorno de los pies haciendo contacto con el suelo frío de madera. Sólo
el aroma de los lirios lo mantenía sereno.
En diez minutos de total oscuridad
—la luz era tan débil que no atravesaba sus párpados—, Regis notó la agudeza
de sus sentidos. No estaba solo: una respiración fuerte y calmada se escuchaba cerca.
El tiempo ya no figuraba en su mente.
¿Treinta minutos?, ¿tres horas? Tendría que adivinar el tiempo que llevaba
temiendo abrir los ojos.
Erguido y respirando al compás de
aquel otro individuo, emulando una tranquilidad que no sentía, virtuoso
y sereno decidió abrirlos. Una habitación amplia como refugio de
guerra apareció. Las paredes de cristal, tan anchas como una de concreto,
estaban manchadas de humedad y no permitían ver hacia el otro lado.
Por todas partes había montículos de
espejo que repartían la luz procedente de los agujeros en el techo de
piedra. Estaban colocados estratégicamente; apenas filtraban débiles rayos de
luz. Eso bastaba para una iluminación tenue que generó en Regis un
estado de calidez. Si no fuera por el otro hombre lo habría
considerado el lugar más cómodo del mundo.
Vio al otro hombre y dijo:
—Buenos días.
—Buenos tardes —respondió, aún con
los ojos cerrados.
—¿Cuánto llevo aquí?
—Tres días.
—Menos mal. Ah. Si quisiera irme...
Sin terminar su frase, su
especulación —que no pudo terminar— se mostró como correcta. Irse no sería
fácil.
El hombre, corpulento como un toro,
se levantó de un brinco y abrió los párpados.
No tenía ojos.
El ciego dio un paso hacia adelante.
Su cabeza apuntó a la de Regís, como si supiera justo dónde mirar. De haber
tenido ojos, lo estaría mirado fijamente.
Regis lo supo de inmediato. Iba a
lanzarse contra él.
Sin darle la mínima oportunidad buscó
en las cuatro paredes del recinto una puerta de salida,
sin hallarla. Se echó a correr hasta la pared más lejana, teniendo
que evadir un par de montículos de espejo, tan irregulares como témpanos
glaciares. El ciego se aventó a una carrera en la cual dio enormes zancadas que
hacían vibrar el suelo.
La aislada persecución comenzó.
El ciego dio un grito de guerra. Regis
retrocedió. Se vio a sí mismo reflejado entre las paredes, perdido.
Usando los espejos observó al ciego
acercarse.
Ni puertas ni ventanas. Aquél lugar de la muerte no tenía salida alguna. ¿Cómo
se había metido en primer lugar? El techo, con hileras de agujeros de
ventilación del tamaño de puños, declaró como imposible una salida superior. Tres
días dan para mucho. ¿Sería alguien capaz de construir un lugar así a su
alrededor en tan poco tiempo?
No.
Regis descartó la idea. «La salida debe estar escondida». Vio sus pies
descalzos. Podría intentar romper una pared a golpes, con sus puños. De ninguna
manera podría hacerlo con los pies, no sin calzado. No podía sacrificar su
movilidad.
En aquel lugar había doce montículos, altas figuras de cristal de
diversas formas abstractas. Llegó a una y observó el surrealista panorama; era
divertido: los obeliscos eran transparentes, pero eso no importaba: el
asesino era ciego ¡De nada serviría esconderse! En silencio observó a través de
los témpanos. El ciego deambuló cerca del centro de la fortaleza. Se detuvo e
inclinó la cabeza. Regis sospechó que procuraba escucharlo, algún paso que
diera, tal vez incluso su respiración.
Por ello, Regis comenzó a respirar lento.
Más lento.
Fijó su vista al techo.
Miró al ciego.
Miró al techo.
Aquel hombre avanzó en dirección a Regis
con calma absoluta, como si dudara de sus pies. Las tenues corrientes de aire en
los agujeros del techo lo despistaban. Regis se aferró a un obelisco,
estrechándolo con ansiedad de una de sus irregularidades. Abandonó al ciego y
miró a su alrededor con apremio, como si buscara por primera vez aquella
deseada salida. Se dirigió al extremo contrario, hacia la pared norte. Dos estatuas
de allí eran idénticas pero invertidas. Tenían el diseño de signos de
interrogación. Regis se acercó a una.
Sin pensarlo más, Regis la golpeó justo
debajo de la parte curva donde era más delgada. El ciego, quien estaba al otro
extremo, giró bruscamente y corrió tras él. La figura se resquebrajó pero no se
partió, y Regis, con sus codos y antebrazos escurriendo melaza negra, golpeó
una vez más, ahora con las piernas. El ciego rodeó al obelisco en forma de
trono, —el más alto de todos—, el cuál era su último obstáculo para llegar a
Regis. Bajó la velocidad y de nuevo, estando tan cerca de su víctima, caminó con
calma absoluta. Con un pedazo de cristal puntiagudo en su mano, Regis se
deslizo recargado en lo que quedaba del montículo hasta llegar al suelo y
acomodarse. Con la mano lisa para el ataque, Regis esperó la llegada del ciego.